¿Tiene usted tres minutos para hablar de… la melancolía de las máquinas arcade?
Hace un par de semanas, me llevé a mi sobrino a Madrid para celebrar su décimo aniversario en el Parque Warner. También hicimos muchas otras cosas como, por ejemplo, visitar el domingo por la mañana el Zooo ABC Arcade 2.0 para lo que debería haber sido una visita rápida de media horita… y que acabó convirtiéndose en casi tres horas non-stop de viciarnos a las recreativas de mi infancia.
Bueno, a las recreativas de mi infancia y también a alguna que otra nueva. Porque resulta que había un “Dance Dance Revolution” que se ha convertido, directamente, en mi nueva pasión (porque, por si no lo sabías, en otra vida yo fui Rafa Méndez en “Fama, ¡A Bailar!” y no acepto versiones que contradigan este canon). Pero esa es otra historia diferente. La historia de esta newsletter tiene que ver más bien con la barra libre de melancolía de este retro-gaming… y con cierta decepción inevitable que le siguió.
Jugar a todos estos arcades tuvo mucho de reconciliación con el niño que, a finales de los 80 y principios de los 90, se pasaba las tardes en los diferentes salones de recreativos de mi pueblo. Puede que en casa tuviera una videoconsola, pero nada era capaz de superar a la adrenalina de acudir a estos salones con cien pesetas en el bolsillo y, al final de todo, no gastármelas (o gastármelas en chucherías) porque, a quién quiero engañar, lo verdaderamente divertido en aquellos lugares era apelotonarte alrededor de una máquina en la que un jugador experto avanzaba en uno de aquellos juegos que a mí me resultaban tan difíciles. Rozando lo imposible.
Entre las máquinas a las que jugamos mi sobrino y yo se encontraban algunas de las favoritas de mi infancia: “Golden Axe”, “Street Fighter 2”, “Metal Slug”, “Out Run”, “Mortal Kombat”, “Ninja Turtles”… Algunas de ellas solo tenían sentido en este formato arcade, como es el caso de “Alpine Racer 2” y su mueble para simular que estás esquiando; o “Manx TT Supervise” y su invitación a subirte a unas motos en escala real. Pero hay dos en particular con la que experimenté una extraña decepción.
Empezando por “The Simpsons”. Fue la primera a la que jugamos, mi sobrino y yo alrededor de un panel de joysticks preparados para albergar incluso a cuatro jugadores (que era lo más divertido en su momento, claro). Empecé yo y seleccioné a Marge por error, pero ya le fui fiel hasta el final. Y me siguió mi sobrino, que obviamente eligió a Bart. Increíblemente, recordaba el juego a la perfección e iba anunciando en voz alta lo que nos íbamos a encontrar a continuación en cada uno de los niveles. “Nunca había pasado de aquí”, le dije a mi sobrino justo cuando nos metíamos en el cementerio de Springfield.
Pero, justo en ese momento, también le dije: “¿Jugamos a otra máquina?”. Probamos un par y, al final, acabamos en otra de mis favoritas de infancia: la terrorífica “House of the Dead” y sus pistolas de plástico brillante. Este arcade que aprovechaba el tirón de los primeros “Resident Evil” tiene un ritmo frenético que engancha cosa mala… pero que engancha tan solo un ratito. Superado el segundo nivel (lo que a lo mejor son más de 20 minutos), mi sobrino preguntó: “¿Pero esto no es final?”. Y yo respondí: “Vamos a jugar a otra cosa”.
Porque hay algo que no he dicho todavía: en el Zooo Arcade ABC 2.0, dispones de vidas ilimitadas en todos los arcades. Y eso, la verdad, le quita parte de emoción al asunto. Una vez superado el subidón inicial de estar pasándome un juego que me resultaba imposible cuando era niño, la melancolía no fue suficiente para mantener mi atención. Y es que parte de la excitación de estas máquinas estaba precisamente en el esfuerzo que implicaba, tanto a nivel de energía como de pericia y, sobre todo, a nivel de monedas de 25 pesetas. Las que tenían un agujero en medio. Esas mismas.
De repente, la experiencia de jugar a aquellas máquinas con vidas infinitas se reveló como una triste metáfora de un presente en el que nos hemos acostumbrado a vivir la melancolía en su versión más blandengue. Revivir tiempos pasados sin sus dificultades, demandas y exigencias. Montar en la bicicleta de nuestra infancia, pero con ruedines laterales que eviten el sobresfuerzo y el probable tortazo.
¿Hizo esto menos disfrutable la experiencia? Para nada. Ya digo que fue mi ajuste de cuentas personal con todas estas máquinas que me hicieron la vida imposible cuando era un niño. ¿Sé a donde conduce esta reflexión? Pues la verdad es que no. Así que voy a dejarla aquí… y que cada uno haga con ella lo que quiera.
¿Tiene usted más de tres minutos?
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