¿Tiene usted tres minutos para hablar de… que todos somos “Chinas”?
Hay varios momentos de “Chinas”, la película de Arantxa Echevarria, que me hicieron llorar a lágrima viva. Y podría marear la perdiz y afirmar que no sé por qué me afectó tanto… pero, en verdad, soy plenamente consciente de los diferentes motivos por los que me afectó tanto.
Empezando por lo obvio: la directora erige una construcción narrativa sustentada sobre las vigas de lo puramente emocional. Sabe perfectamente cómo manejar material altamente sensible desde el gesto delicado, sin necesidad del subrayado facilón ni del maximalismo melodramático. Echevarria te parte el corazón con escenas aparentemente minúsculas pero realmente mayúsculas, como cuando Lucía abraza a su madre creyendo que ha sido ella quien ha introducido un billete en la hucha que por fin le permitirá celebrar su cumpleaños en el Burger King (¿existe anhelo más tierno y, a la vez, más significativo como estatus de integración cuando tu familia es migrante?). O cuando la hermana de Lucía, Claudia, cede a la presión social porque “no quiero quedarme sola”.
Dicho de otra forma: “Chinas” es una joya en la que todas las partes se trenzan con armonía para conformar un retrato de infancia que parece hablar desde la otredad, desde la migrancia, pero que en verdad habla de tú a tú. A favor de esto juega otro de los aciertos de Echevarria: no quedarse en la dimensión única de un relato que ya hemos visto demasiadas veces desde el tremendismo documentalista o desde el buenísimo melodramático.
Por el contrario, la realizadora trabaja con maestría los claroscuros más tridimensionales para mostrar que la existencia de una familia china que regenta un bazar no es totalmente triste pero tampoco totalmente alegre. Ahí entran en juego escenas impactantes como el ahínco de la madre de Lucía por exponerla como ladrona (en una expresión devastadora del sentimiento de que un hijo nunca será lo suficientemente bueno para sus padres) o el descenso de Claudia al infierno de un hedonismo juvenil en el que no operan las leyes del consentimiento. La familia de “Chinas” pasa por sus correspondientes penurias pero, como en el fondo ocurre en (casi) todas las familias, siempre les quedará el amor. Por muy mal que sepan expresarlo sus miembros. O por mucho que “amor” signifique cosas diferentes para los distintos miembros de una misma familia.
Y entonces vuelvo a la pregunta del principio: ¿por qué me afectó tanto esta película más allá de por la magistral dirección de Echevarria? Aquí debo entrar en el terreno de lo personal y aclarar que soy hijo de inmigrantes andaluces (padre sevillano, madre gaditana) nacido en la periferia de Barcelona. Específicamente, en un pueblo de inmigrantes andaluces en el que crecí precisamente jugando en la trastienda del negocio de reparaciones de mi padre. Un negocio que entonces me parecía un parque de atracciones (como le ocurre a Lucía y a su amiga con el bazar) pero que nunca llegó a funcionar del todo.
Como tanta gente que conozco, crecí en una familia que, durante gran parte de mi infancia, vivía preocupada por el dinero. Y también crecí en un entorno en el que no tuve necesidad de hablar catalán hasta que aterricé en el instituto del pueblo de al lado, donde me sentí inmediatamente como un alien observado por hijos de perfectas familias catalanas. Desde el principio, intuí que no encajaba. Nunca me avergoncé de mi familia (de hecho, mi familia fue, es y será uno de mis motivos de mayor orgullo), pero a lo mejor sí que sentí que, si yo no encajaba, ellos tampoco encajarían nunca. Y entonces me tocó ceder a la presión social y crear un Raül que creía que encajaría mejor en aquel entorno.
Por todo eso siento que “Chinas” me habla en primera persona. Y por eso me afectó tanto, sin ánimo de invalidar su necesario discurso sobre las familias migrantes para dar mayor relevancia a mi propio discurso (eso sería pensar que si la prota recibe la muñeca o no es importante, cuando no lo es porque la peli no va de eso y así lo aclara en la escena final del dragón danzante). Pero en eso consiste el buen cine, ¿no? En ver algo que debería quedarte lejos y descubrir lo cerca que te queda. En descubrirte con lágrimas en los ojos mientras Lucía nada por primera vez en la piscina con un bañador improvisado que va perdiendo lentejuelas… Porque, además de ser una escena bellísima, es la viva imagen de que en la humildad habita la más grande belleza.
¿Tiene usted más de tres minutos?
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