¿Tiene usted tres minutos para hablar de… “Yo, Adicto” y por qué nos hace sufrir tanto?
La serie "Yo, Adicto" está siendo un verdadero impacto (y una llorera y un sufrimiento) para muchos de nosotros y por eso es necesario preguntar: ¿por qué nos afecta tanto... aunque no seamos adictos?
He sufrido mucho viendo “Yo, Adicto”. Y, en consecuencia, he llorado mucho viendo “Yo, Adicto”. Pero me parece muy interesante que, al comentar en un chat entre colegas cuánto me estaba haciendo llorar esta serie, uno de mis amigos intentara tirar por la broma fácil preguntando: “¿es porque te sientes identificado?”. Y, pese al shock inicial, no necesité ni dos segundos para responder: “SÍ”.
Un “SÍ” mayúsculo.
Porque ahí está la gracia de esta (más o menos) ficción televisiva: que, igual que ocurría con el libro de Javier Giner en el que está basada, te enfrenta a un espejo en el que te vas a ver reflejado aunque no hayas pasado por una adicción y un proceso de rehabilitación como el que aquí se retrata de la mejor forma posible. Es decir: con el mayor de los equilibrios y huyendo del sensacionalismo.
Al fin y al cabo, la serie mantiene la estructura del libro original, concentrando en el angustioso primer capítulo la locura previa al ingreso en desintoxicación y reservando para el episodio final el abordaje de la vida del ex-adicto… pero poniendo ciertos límites (¡esos límites tan importantes!). Todo lo que hay en medio está reservado a la estancia de Giner en el centro en el que aprende a vivir sin las substancias a las que es adicto (cocaína y alcohol).
Lo interesante es que “Yo, Adicto” borda el equilibrio entre los extremos entre los que pendula el protagonista y, con él, el espectador. Por un lado, la mezcla de angustia y ansiedad que se plasma no solo de forma frontal (los estragos de la adicción), sino también en la lateralidad de los estallidos durante la terapia contra los demás, contra sí mismo, contra su familia. Por otro lado, la trenza de ternura y vulnerabilidad en los que Javi aprende a conectar con los demás y consigo mismo. Jodido equilibrio que seguro que te suena a ti tanto como me suena a mí.
Porque repito: el secreto de “Yo, Adicto” reside en que, partiendo de algo tan acotado como un momento concreto de la existencia de Giner, alcanza una universalidad desbordante. La serie te conecta inevitablemente con miedos que compartimos todos como el temor a perder el control en esas noches de fiesta en las que te dejas ir asumiendo que eso significa no saber hacia dónde te llevará el amanecer. Y no solo eso, sino que también te recuerda la importancia de los vínculos afectivos, de aprender a valorarte y a quererte (“eres suficiente”), de aceptar tus limitaciones (“no lo sé”) y marcar tus límites de la misma forma en la que los marca la misma serie cuando, por ejemplo, decide que no te explicará qué pasó con determinados adictos que compartieron proceso con Javi.
Si “Yo, Adicto” me ha hecho sufrir y llorar tanto, es porque yo también necesitaba, necesito y necesitaré aprender y seguir re-aprendiendo todos estos preceptos. Al fin y al cabo, no puedo evitar verme reflejado en algunos rasgos de Giner que él mismo señala como parte del problema que le condujo a la adicción: ser un bocazas con tendencia a la arrogancia, al name dropping y al coolism como forma de ocultar que, en el fondo, te sientes chiquitito. Pero es que, ¿quién no se siente chiquitito en esta era de las redes sociales que han creado un entramado destinado precisamente a mermar la auto-estima de todos y cada uno de nosotros?
La vida moderna ha escalado un problema que, para muchos, siempre estuvo ahí. Ser guay, molar, surfear la ola del momento… Cuando yo tenía 20 años, mi mayor deseo era formar parte de la escena cultural de Barcelona. Y aquello, de alguna forma u otra, parecía asequible. El problema es cuando aquel modelo de aspiracionalidad ha acabado por escalar a sistemas globales en los que no solo es fácil sentirse insignificante, sino que abocan a comportamientos compulsivos y, obvio, a adicciones de todo tipo.
Porque uno no solo se hace adicto a sustancias catalogadas como adictivas. También puede ser adicto, por ejemplo, al scroll infinito que te proporciona una (falsa) sensación de conexión con el entorno mientras te induce a una silenciosa huida de ti mismo, invisibilizando cualquier tipo de inseguridad que queda enterrada, simple y llanamente, en la hiperactividad mental. Si no tienes tiempo de pensar en nada, tampoco tienes tiempo para mirar hacia dentro de ti.
“Esto nunca fue sobre las drogas, ¿verdad?”, le pregunta Giner a su terapeuta Anais. “¿Y sobre qué crees que fue, Javi?”, le responde ella. “De aprender a vivir”, asevera él. Y esta es la gran enseñanza de “Yo, Adicto” a la vez que el motivo por el que se nos está clavando tan hondo a tantos. Porque, al fin y al cabo, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, todos seguimos empeñados en aprender a vivir.
¿Tiene usted más de tres minutos?
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