¿Tiene usted tres minutos para hablar de… “El Cielo Rojo” y la excusa de “tengo que trabajar”?
Sobre cómo "El Cielo Rojo" de Christian Petzold te hace pensar en todas las veces que fuiste tan idiota como para usar lo de "tengo que trabajar" como excusa.
Christian Petzold siempre me mata con sus cuentos morales que parecen pequeños pero que, a la hora de la verdad, son inmensos. Tan inmensos como la fábula fantástica delicadamente romántica de “Ondina” o el thriller a lo Hitchcock de “Phoenix”, por mencionar mis dos cintas favoritas del director hasta que “El Cielo Rojo” vino a eclipsar toda su filmografía con una historia que habla en un presente en el que muchos se verán reflejados… contra su propia voluntad. Tal y como me ocurrió a mí.
El protagonista de esta película es Leon, un escritor que se enfrenta a la difícil tarea de escribir una segunda novela que se le está resistiendo. Para enfocarse en los últimos retoques, se va de vacaciones con su amigo Felix a una casita al lado de la playa que pertenece a la familia de este último. Lo que no esperan ninguno de los dos es encontrarse con que, debido a un descuido de la madre de Felix, la casa tiene otra habitante: Nadja, un verdadero misterio que nunca vemos en el primer cuarto del film. Tan solo se la escucha en sus noches de sexo pared contra pared. Y se la intuye por restos de comida aquí y allá.
El punto de partida de “El Cielo Rojo” podría dar para un thriller o incluso una película de terror. Y, de hecho, Petzold utiliza recursos de ambos géneros para desubicar al espectador antes de que Nadja aparezca en toda su gloria… y el film se asiente en el tono de una comedia romehriana poderosamente francesa, a rebosar de tensiones silenciosas que acaban erupcionando en diálogos que demuestran que, a veces, hablar no significa comunicarse.
Leon es un protagonista insoportable: un tipo hosco y huraño que se niega a relacionarse con todo lo que pasa a su alrededor poniendo continuamente la excusa del “no puedo, tengo que trabajar”. La cámara se mantiene pegada a él y, por lo tanto, nunca vemos la vida que se está perdiendo, sino que solo contemplamos pequeños destellos como la preciosa partida de tenis nocturno con raquetas iluminadas con leds de colorinchis que el resto de personajes juegan en el jardín mientras él les espía desde la penumbra del interior de la casa.
Y lo que es peor: en su ombliguismo recalcitrante, Leon es incapaz de leer las señales que le rodean. Se sorprende cuando los incendios se les echan encima por mucho que haya habido indicios rotundos como la ceniza en el aire o el cielo rojo. Se sorprende al enterarse (a través de los sonidos del sexo a través de la pared) de que su propio amigo Felix es gay. Se sorprende al enterarse de que Nadja está escribiendo su tesis doctoral en literatura después de haber dado por supuesto que era una “simple” vendedora de helados.
“Ya podrías haberme dicho que eras una literata”, acusa Felix a Nadja. “Nunca preguntaste”, responde ella. Y ese es el corazón del problema de Leon: concentrado en mirarse su ombligo, corta constantemente los posibles lazos con el mundo que le rodea. No quiere hacer planes porque “tiene que trabajar”. No pregunta a los demás porque, en verdad, no lo interesan. Lo único que le interesa es hundirse en la miseria de saber que la segunda novela que acaba de escribir es una santísima mierda.
¿Y qué tiene que ver esto conmigo? ¿Por qué me afectó tanto? Básicamente, porque trajo a mi cabeza todas las veces en las que puse como excusa lo de “tengo que trabajar” como arma de defensa. Porque, si algo deja claro “El Cielo Rojo”, es precisamente que este tipo de herramientas / armas para desconectarte de tu entorno suelen usarse cuando no estás a gusto con el plan que se propone, con el ambiente en el que se propone, con tu vida misma, contigo mismo o con la persona que lo propone. Y lo jodido es que, supongo que como le habrá ocurrido a todo el mundo, hay ocasiones en las que yo no utilicé el “tengo que trabajar” por culpa de uno de los motivos anteriores, sino por la suma más dos e incluso de tres de esos motivos. Por mucho que me cueste admitirlo.
Por suerte, Petzold abre su película hacia el optimismo en su tramo final. Justo después de un momento de un dramatismo sublime que enlaza “El Cielo Rojo” con “Te Querré Siempre” de Rossellini y que subraya que Leon está desconectado de su entorno porque es incapaz de vivir sin convertir las vivencias en literatura. Es incapaz de llorar porque, para él, dos cadáveres no son dos cadáveres por mucho que uno sea de alguien conocido, sino que son una referencia a los amantes abrazados de Pompeya. Y también un excelente final para un nuevo libro.
Esta desconexión final debería ser imperdonable… Pero, tal y como nos dice Petzold en la última escena, no lo es. Porque todos podemos estar ahí, llegar a lo más bajo, usar el “tengo que trabajar” o cualquier otra excusa absurda a la vez como escudo y arma blanca… Pero eso no quita que, al final de todo, volvamos a encontrar la senda hacia el mundo de los vivos. Hacia un mundo ante el que no queramos poner ningún tipo de excusa.
¿Tiene usted más de tres minutos?
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