¿Tiene usted tres minutos para hablar de… “Vidas Pasadas”, in-yeon, destino y amor?
En una ocasión, me enamoré de un chico mientras hablábamos a altas horas de la madrugada sentados en un banco de Plaça Catalunya mientras nos reíamos de los pequeños ratoncillos que saltaban por aquí y por allá al amparo de la oscuridad. Una vez me enamoré de un chico mientras nuestras piernas se rozaban tímidamente sentados en el bordillo de la piscina de la azotea de un hotel en la que nos colamos mientras amanecía, sabiendo que estaba prohibido (las dos cosas: acceder a la piscina y también nuestros roces).
Otra vez me enamoré de un chico cuando, en época de distanciamiento social pandémico, y después de haberse pasado una hora mirándome en la distancia de una terraza de bar, se vino a sentar a mi lado y empezó a hablarme con acento gaditano. Y también está aquella vez en la que, compartiendo un pareo en una playa atestada de niños ruidosos, me enamoré de un chico no debajo de una manta de palabras, sino en unos interludios de silencio que se sentían placenteramente cómodos y naturales.
Estos últimos días he pensado en todo esto por culpa de las “Vidas Pasadas” de Celine Song. La película narra un amor en tres tiempos: el primero es el de dos chavales coreanos que se gustan en el instituto pero que se tienen que separar porque los padres de ella se mudan a América; el segundo, años después, es cuando se reencuentran en redes sociales y mantienen un breve romance vía Skype; y el tercero es cuando ambos por fin se citan en Nueva York por mucho que ella esté felizmente casada y él acabe de salir de una larga relación de pareja.
Mucho se habla en “Vidas Pasadas” del in-yeon, un concepto coreano que podría traducirse como “destino” o “providencia” por mucho que, realmente, se refiera a algo mucho más complejo. Es algo así como una vida pasada que se manifiesta en tu vida presente. Cuando dos personas sienten esa inexplicable atracción la una hacia la otra, es porque tienen en común un o más pasados de in-yeon. Más todavía: si comparten 8.000 capas de in-yeon, están destinadas a pasar la vida juntos. “A lo mejor, en una vida pasada tú fuiste un pájaro y yo la rama en la que te posaste”, le dice él a ella al final de la película. Y ahí está la belleza del in-yeon: en que no se basa en la obviedad de “tú y yo fuimos novios en una vida pasada”, sino que se apoya directamente en un sentido de la belleza conceptual que solo practican en Oriente.
¿Por qué me emocionó tanto “Vidas Pasadas” si es una película que se basa en algo tan facilón como el concepto del (más o menos) destino? ¿Resulta que ahora de repente me he transformado en el típico que habla de serendipia y de embeberse de pachamama y esas cosas? Pues va a ser que no. No creo en el destino, ni mucho menos. Pero sí que creo que la casualidad más aleatoria es precisamente una fuerza salvaje a la hora de generar conexiones ente personas que, sin saberlo y probablemente sin quererlo, siempre se han estado buscando.
Tal y como habrá quedado claro al principio de este texto, soy un personaje jodidamente romántico y enamoradizo (aunque también soy un personaje al que el enamoramiento le puede durar dos minutos). Y quiero pensar que así somos todos, románticos y enamoradizos hasta las trancas, por mucho que a veces sepultemos esta verdad bajo capas y capas no de in-yeon, sino de ironía y sarcasmo, de pura mentira. “Vidas Pasadas” tiene un mensaje para todos y cada uno de nosotros, ya que precisamente es un recordatorio de que el amor es un acto mágico por lo que tiene de raro e inusual, de concatenación de casualidades en las vidas (presentes y/o pasadas) de dos personas. Si tienes amor en tu vida, la peli te invita a apreciarlo. Si no lo tienes, te invita a soñar.
A veces le pido mucho al cine. Otras veces, con que me haga soñar tengo suficiente. Gracias, “Vidas Pasadas”, por hacerme soñar con todas las vidas futuras que tengo por delante.
¿Tiene usted más de tres minutos?
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